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En el amanecer de la década 1860, los habitantes de la lejana y fronteriza provincia peruana de Tarapacá comenzaron a soñar por primera vez en grande. Imaginaron un ferrocarril surcando los cerros del puerto de Iquique en dirección a La Noria; vieron la transformación de las Paradas salitreras preindustriales en máquinas de vapor para lixiviar el esquivo caliche, mientras la bahía estaba pletórica de veleros y vapores de todas partes del mundo. Esos habitantes de Tarapacá que habían sido mineros de la plata y que se habían transformado en salitreros arriesgando sus fortunas en la búsqueda de un mineral incierto, abrieron las puertas de sus hogares a muchos aventureros extranjeros, compartieron con ellos esos riesgos y les dieron las claves del desierto. Esas claves que descubrieron los primeros cateadores de caliche. Entonces las familias tradicionales tan herméticas, como los Loay – za, Lafuente, Zavala, Bustos, Morales, Carpio, Marquesado, Ceballos, Ossio, Vernal, Castilla, Bráñez, Ugarte, etc., incluyeron en sus gremios mineros a otros apellidos, como Smith o Gamboni, Pascal o Hilliger. Mientras planificaban las primeras oficinas de máquina y aumentaban la exportación de salitre, llegaba la mano de obra y las mercancías desde Bolivia y Argentina; las ideas y los insumos industriales desde Europa. Los principales enganches venían desde Chile, a tal punto que en los puertos y caletas comenzó a predominar el acento cantadito del chileno y la devoción por la virgen del Carmen. Para entonces, la mirada de los mineros de Tarapacá ya estaba dirigida hacia Valparaíso, porque allí se transaba el salitre y definía su precio. Por ello, era conocido en el mercado internacional como Chilean Nitrate.