Dentro de mí, durante la lectura, los ojos de hielo azul de Ed Harris emergían de las páginas, estallaban en los míos y me clavaban una frase en la mente, la que escuché viendo el filme Copying Beethoven, de Agnieszka Holland, al final, cuando ese genio pasional, endiosado, exigente, carnal, le dice a la copista Anna Holtz que la música es el idioma de Dios. Yo lo creo igual. La mayor victoria que se ha producido sobre el silencio, convertido, extrañamente, en metafísica de la ausencia, es la música. Ni la poesía ni la teología ni la filosofía ni cualquier otra disciplina es capaz de expresar, como la música, lo que son las venas de luz de Dios por el universo y por nuestra hermosa y oscura naturaleza. Creo que leer La sangre Música, de Antonio Daganzo, teniendo presente esta fecunda presunción (o certeza, depende de cada uno), producirá el sacar muchísimo más rendimiento a las muchas veces oscuras metáforas de Daganzo (“Qué tentación lo oscuro”, dice en el primer verso), y a la vez siempre bellas, como si, entregado al alma de Keats, nos dijese que con la oscuridad poética y la belleza es como hay que “derrotar al silencio”.
Daganzo llora y ríe sobre las sombras de su pasado que vuelve la poesía luminosas, porque solo desde la poesía se puede concebir un cielo en el que hay “nubes de sol”. Y con la armonía entre la poesía y la música crea un bajel de palabras por el que navega hacia su memoria y hacia el clamor de su sangre, en el que ya había escrito un destino, porque somos un gesto del presente soportado en el río de sangre profunda que nos viene del ayer: “Celtas de barro y calma,/ ancestros íntimos/ de los míos huidizos,/ anfitriones de sombras como extraños amantes,/ ¿qué música me envuelve,/ qué piel y más adentro,/ qué desnudo verano torna ahora y me llueve en los ojos…”
La memoria, el transitar por el mundo y dentro de sí, el encuentro de la voz que puede sentir más propia, las interminables dudas metafísicas, la elocuencia de la palabra intentando interpretar la música como si fuese un instrumento, un piano o un violín sonando en la palabra solitaria de un poeta. Daganzo hace música con las palabras, una música que a veces es dulce y melancólica (“Cafés ya perdidos como llaves de casas veraniegas alquiladas y solas”), y otras voraz o descarnada, matizada por leves tintes machadianos (“Alrededor se vuelve todavía/ con una precisión de reinos otoñales:/ hay lobos por fronteras./ Si,/ son los aullidos,/ la nostalgia que miente”.)
La nostalgia miente porque la poesía crea su verdad, un mundo en el que ya solo es un actor más en la escena para representar una nueva obra, la que la literatura y la imaginación han creado. Pero la nostalgia que nos propone Daganzo va incluso mucho más allá de la memoria, va hacia donde está aquello indescifrable, incognoscible, que perdimos pero que algo dentro nos dice que habremos de volver: “Antes de la melancolía/ fuimos savia imposible/ conquistando el abril donde volver”. Y “esa pasión de ayer” es una “hazaña del abismo”, sensación de miedo y proeza que Daganzo repite varias veces.
Silencio, música, poesía y alma dialogan en sus versos encontrando siempre una magia llena de hondura y belleza. “Al fin nos lo decimos con la sangre:/ desde el silencio clama/ un lenguaje más sabio”. Desde el silencio avanzamos a otro silencio, pero mientras vamos por el hoy, la memoria y el enigma nos acompañan: “Madrid, Galicia, América,/ todo cuanto haya de venir/ subirá con nosotros a ese autobús de hoy,/ que es el ayer:/ donde quizá unos ojos de generosa almendra/ prosigan su ternura de vernos en el mundo”.
Y se convierten en música, y la música se convierte en poesía. La poesía que Daganzo hace brotar de la sombra y el viento.
MANUEL JULIÁ