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Cuando comenzó la década de los noventa del siglo veinte, el futuro económico parecía sonreír a América Latina, y a Chile y Argentina en especial, países que mostraban ahora altas tasas de crecimiento económico, en contraste con los dramáticos y sombríos vaivenes de la «década perdida» que se originó con la crisis de la deuda de 1982. Optimistas, creían ver incluso el «fin de la historia », el fin de las luchas ideológicas y el comienzo de los consensos en torno a la economía de mercado. No obstante, la crisis asiática de 1997 remeció los fundamentos económicos de Argentina y Chile, desnudando no sólo las diferencias en la implementación de las reformas, sino también en la solidez de ellas. Sobre todo en Argentina, donde la depresión económica consiguiente sumergió a más de la mitad de la población en la pobreza: el rechazo a las reformas políticas y económicas, sintetizado en la consigna «¡que se vayan todos!», era profundo. Una gran diferencia con los acontecimientos ocurridos en Chile fue que ahí el consenso social en torno a la economía de mercado efectivamente permaneció incólume, por lo que cabe preguntarse qué podría explicar tan disímil solidez de las nuevas reglas.